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En la madrugada del 19 de septiembre de 1985, un cataclismo sacudió la Ciudad de México, pero lo que parecía un simple terremoto de origen natural fue, en realidad, el resultado de una batalla ancestral entre ángeles y demonios. En los cielos, Miguel, el comandante de los ejércitos celestiales, se preparaba para una confrontación inminente. Sabía que los demonios se estaban acercando a la Tierra, específicamente a una ciudad en el corazón de México, donde el equilibrio de energía espiritual era particularmente fuerte. Azazel, uno de los príncipes infernales y líder de las fuerzas oscuras, había reunido un ejército de demonios sedientos de caos, entre ellos Asmodeo, Belial, y Astaroth, quienes aguardaban el momento exacto para golpear. El ataque de Azazel fue rápido y devastador. Justo a las 7:17 a.m., en un movimiento de traición, él y sus tropas rompieron las barreras del inframundo. El suelo comenzó a estremecerse, y los demonios causaron una onda de energía oscura que penetró hasta las profundidades de la Tierra. A esta perturbación la humanidad la llamaría “epicentro” del terremoto, un punto en el Pacífico cercano a las costas de Michoacán, pero lo que los humanos no sabían es que se trataba del primer golpe de Azazel contra las defensas angelicales. Miguel descendió desde los cielos y, con la ayuda de Rafael y Gabriel, sus más cercanos aliados, creó una barrera para proteger a la mayor cantidad posible de personas. Sin embargo, el poder de los demonios era tan fuerte que las paredes de los edificios comenzaron a desmoronarse, atrapando a miles bajo los escombros. Los edificios emblemáticos como el Hotel Regis, el Centro Médico Nacional, y el edificio de Televicentro se convirtieron en campos de batalla entre ángeles y demonios. Mientras Miguel luchaba contra Azazel, Gabriel enfrentaba a Asmodeo, el demonio de la lujuria y la corrupción, quien intentaba expandir el caos a través de la desesperación y el miedo de las personas atrapadas. La batalla fue intensa; el choque de sus energías creó ondas de choque que resonaban en el aire, cada explosión de poder hacía temblar el suelo aún más. Las réplicas que se sintieron durante horas después fueron, en realidad, ecos de esta feroz pelea. Rafael, el ángel de la curación, se encargaba de aliviar el sufrimiento. Con cada ser humano que rescataba, liberaba una pequeña chispa de luz que debilitaba a los demonios, pues estos se alimentaban de la desesperanza. Sin embargo, Belial, un demonio de la mentira y el engaño, confundía a los sobrevivientes atrapados, haciéndoles ver ilusiones de caminos sin salida. Astaroth, con sus oscuros poderes de manipulación, provocaba visiones de destrucción en aquellos que miraban el horizonte en ruinas, alimentando la desesperación y debilitando el poder de los ángeles. Después de varias horas, Miguel logró dar un golpe crítico a Azazel, debilitándolo lo suficiente como para que las fuerzas celestiales lo confinaran de vuelta en el inframundo. Con el líder demoníaco derrotado, las fuerzas oscuras retrocedieron poco a poco, y la Tierra, en su profundo alivio, dejó de temblar. Los ángeles miraron la ciudad devastada, llenos de tristeza pero con esperanza, y desde lo alto, una chispa de luz cayó sobre los sobrevivientes, un susurro celestial de fortaleza y resiliencia. Para los habitantes de la Ciudad de México, la destrucción parecía una tragedia natural; pocos sospechaban que detrás de cada sacudida y grieta había una lucha mística entre la luz y la oscuridad. La historia oficial del terremoto jamás mencionaría a los ángeles y demonios, pero aquellos que sobrevivieron sabrían que algo más grande y sobrenatural había sucedido esa mañana, dejando una huella indeleble en su ciudad y en sus corazones.